El 23 de septiembre, después de las cinco de la tarde, no hacía tanto calor en Roma y en Santa Marta me hallaba cómodo. Era consciente que poder encontrarme con Francisco – o con mi amigo Jorge Mario – significaba un privilegio singular. Ambos estábamos contentos de vernos y poder charlar sin el orden temático normalmente prescripto en las audiencias. Así, los temas aparecían, se mezclaban con recuerdos o proyectos que daban lugar a otros, como en cualquier charla entre amigos. Por allí me dijo:
- Me acordaba los otros días de tus artículos sobre mis acotaciones lunfardas y había una que quizá te gustaría: “El chamuyo de Dios”…
- Ja! Suena bien… Pero no sé si será fácil explicarlo.
- Eso es problema tuyo. Lo que hay que tener como punto de partida es que Dios tiene su plan para nosotros, no nos lo cuenta, apenas lo deja entrever. Dios nos chamuya, trata de convencernos, de seducirnos. Falta nuestra confianza, nuestra entrega. La podemos dar o no, Dios respeta nuestra libertad pero siempre nos habla bajo, sin gritar, nos chamuya, nos invita a aceptar el plan que tiene, o al menos lo hace para que sepamos que siempre está ahí, que no nos deja solos aunque no aceptemos su propuesta…
No conozco bien los mecanismos de la memoria. A veces temo confundirme. Lejos de mí hacerle decir algo diferente a lo que ha expresado. Suficiente con hacerme cargo de mis palabras. Las frases vuelven dos meses después como exigiendo que las escriba. Pero cómo explicarle a los italianos y al resto del mundo – esto suena demasiado pretencioso – lo que es un “chamuyo”… y nada menos que el de Dios?
En el lenguaje de Buenos Aires, que excede al lunfardo, el chamuyo era inicialmente una parla amorosa. El galán “chamuyaba” a aquella que quería enamorar… o viceversa. Luego la palabra creció por sí sola y se aplicó al arte de convencer a los demás, en especial a los cercanos. Se puede “chamuyar” con el amigo, con la novia, el padre o el hijo. Se puede “chamuyar” a la “vieja” o a quien uno quiera, pero para hacerlo hay que tener, hay que lograr, cierta intimidad. Supongo, entonces, según Francisco, que Dios nos puede “chamuyar”, es más, que lo hace habitualmente… pero no siempre lo escuchamos.
Me acordaba de sus palabras, casi un mes después, rumbo a Santiago de Compostela, caminando desde Portugal…
“Dios no grita, Jorge, nos chamuya. Y para hacerlo tiene que estar a nuestro lado”.
La soledad del bosque que cruzaba – aunque dicen que en el Camino de Santiago nadie camina solo – me hizo recordar también algo que él mismo dijera casi medio siglo antes, presentándonos en su clase de literatura a Antonio Machado: “Converso con el hombre / que siempre va conmigo. /Quien habla solo espera/ hablar a Dios un día”.
Me pregunté entonces si Quien me hablaba era “el hombre que siempre va conmigo” o si ese susurro del terco viento del Norte y la lluvia en el bosque gallego no eran viento ni lluvia sino el “chamuyo de Dios”, si el cálido peso de mi mochila no era el del brazo de un amigo que caminaba a mi lado y sólo me comentaba que me seguía acompañando, sólo por cuidarme como ha hecho siempre
Es difícil definir el “chamuyo de Dios” del que me habló Francisco. Quizá es más difícil definirlo que escucharlo. Quien pretenda conocerlo deberá saber que es necesario alejarse de las estridencias, del ruido, de la estupidez cacofónica de la modernidad y buscar la tranquilidad de un espacio interior, espiritual.
Logrado eso sólo resta esperar.
No hay que apurarse ni desesperar, no es que tarde mucho en llegar, es que a veces nos hemos vuelto muy sordos y necesitamos, como decía Benedicto XVI (1), un nuevo “effatá” que nos permita volver a escuchar a Dios.
(1)”Cuando le presentaron a un sordomudo para que lo curara Jesús le tocó los oídos y la lengua y mirando hacia el cielo dijo: “effatá” , que significa “ábrete”; inmediatamente el hombre empezó a oir y a hablar. Este es entonces el significado histórico y literal de esta palabrita que resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo: el sordomudo, gracias a la iniciativa de Jesús, “se abrió”; antes estaba encerrado en sí mismo, aislado, le era muy difícil comunicarse con los demás, el haber sido curado significó para él una apertura que, a partir de los órganos del oído y del habla, implicaba toda su persona y toda su vida. Por fin podía comunicarse y relacionarse con una modalidad nueva”. Benedicto XVI. Introducción al Angelus del 10 de setiembre de 2012
- Ese Dios católico que nos “primerea” siempre.
- “No balconeen la vida, métanse en ella, como hizo Jesús” Gesù
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