El 11 de septiembre de 1973 representa un hecho triste y doloroso para Chile, cuyas causas y consecuencias todavía hoy dividen a una parte de nuestros compatriotas. Por lo mismo, la conmemoración de su cuadragésimo aniversario nos concede una gran oportunidad. La oportunidad de reflexionar con serenidad respecto de sus causas, a fin de no repetirlas hacia el futuro; de acompañar a los familiares de las víctimas y honrar con respeto la memoria de los caídos, tanto civiles como uniformados; de renovar nuestros esfuerzos en aras de una perdurable reconciliación entre los chilenos; y de consolidar una verdadera cultura de respeto a los derechos humanos. Ese día nuestra democracia se quebró. Pero su fractura en ningún caso fue intempestiva ni súbita. Fue, más bien, el desenlace previsible, aunque no inevitable, de una larga y penosa agonía de los valores republicanos, de una polarización extrema en los espíritus de nuestros dirigentes, de la intromisión creciente de la violencia en la acción política y del resquebrajamiento progresivo en nuestro Estado de Derecho.
En efecto, ya a principios de la década del sesenta se advierte cómo, poco a poco, casi sin darnos cuenta, la sensatez que por largos momentos había caracterizado a la política chilena comenzó a ceder su lugar a las pasiones desbordadas y proyectos excluyentes; el respeto, a la intolerancia; el diálogo republicano, a la violencia verbal y aun física; la visión de Estado, a consignas tan aplaudidas como inconducentes. Un senador de la época declaró abiertamente que su rol era negarle la sal y el agua al gobierno; un presidente llegó a decir que no cambiaría una coma de su programa ni por un millón de votos; otro, que no era presidente de todos los chilenos; y un tercero, que en Chile no se movía una hoja sin que él lo supiera. El resultado fueron tres décadas de odios, divisiones y sufrimiento para millones de chilenos.
En este sentido, el quiebre de la democracia en 1973 y las graves violaciones a los derechos humanos que le siguieron representan el fracaso político de una generación. No quiero decir con esto que todos sus integrantes hayan sido sus responsables, ni mucho menos que las culpas sean equivalentes en todos los casos. Pero sí que la responsabilidad de lo ocurrido fue bastante más compartida de lo que habitualmente se reconoce.
Algunos quisieran creer que toda la responsabilidad de lo ocurrido recae en quienes cometieron u ordenaron a otros cometer delitos de lesa humanidad: aquellos que asesinaron, torturaron, hicieron desaparecer o privaron de libertad, al margen de todo juicio justo, a miles de personas. Esta postura es correcta tratándose de la responsabilidad penal, pero claramente parcial e insuficiente para formarse una opinión acabada de lo que ocurrió. Por lo demás, buena parte de los partícipes de esos crímenes atroces ya han sido juzgados y sancionados por nuestros tribunales de justicia. Y es absurdo creer que, por este solo hecho, el examen de conciencia que la sociedad chilena se debe a sí misma está concluido. Porque no lo está. Y no lo está porque junto a la responsabilidad penal existen otras de carácter político o histórico, que si bien conllevan una carga de reproche moral menor, no por ello son menos concretas.
Esta responsabilidad también alcanza a quienes, atendidas sus profesiones, investiduras o influencia, pudieron haber evitado la ocurrencia de graves abusos a los derechos humanos y no lo hicieron, ya sea porque accedieron a subordinar los principios a sus pasiones o intereses, porque renunciaron a actuar con la diligencia o cuidado que se esperaba de ellos, o sencillamente porque sucumbieron frente al temor. Pienso, por ejemplo, en aquellos jueces que abdicaron de sus funciones jurisdiccionales para conocer recursos de amparo y ejercer facultades disciplinarias sobre tribunales militares en tiempos de guerra interna en la etapa inmediatamente posterior al 11 de septiembre de 1973; así como en algunos periodistas que ocultaron, distorsionaron o se prestaron para la manipulación de la verdad. La responsabilidad de lo ocurrido recae también en aquellos que aplaudieron o mantuvieron un silencio impávido frente a los crímenes y desvaríos de unos u otros, y en quienes, aun reprobando todo ello, pudimos haber hecho algo más para evitarlos.
Necesitamos preguntarnos qué lecciones podemos recoger para evitar que estos dolorosos hechos vuelvan a repetirse en el futuro. La primera es admitir, sin reservas de ninguna naturaleza, que aun en situaciones extremas, incluidas la guerra externa o interna, existen normas morales y jurídicas que deben ser respetadas por todos y que, en consecuencia, fenómenos como la tortura, el terrorismo, el asesinato por razones políticas o la desaparición forzada de personas nunca pueden ser justificados sin caer en un grave e inaceptable vacío moral. En otras palabras, no existe estado de excepción, ni revolución política, económica o social alguna, cualquiera sea su orientación y por justa o provechosa que se la estime, que justifique el grado de violencia y abusos a los derechos humanos que conocimos en Chile en esos años.
“El pasado ya está escrito. Podemos discutirlo, interpretarlo y, por cierto, recordarlo. Pero no tenemos derecho a permanecer prisioneros de él. Porque cuando el presente se queda anclado en el pasado, el único que pierde es el futuro. Por lo demás, tres de cada cuatro compatriotas de hoy eran menores de edad o ni siquiera habían nacido en 1973. Y si bien ellos tienen el deber de conocer nuestra historia, no tienen por qué cargar con las culpas y fracasos de las generaciones que los antecedieron. El desafío, entonces, no es olvidar lo sucedido, sino releerlo con una disposición nueva, positiva, cargada de esperanza, buscando aprender de las experiencias sufridas para que nunca más se repitan en el futuro”.
De: Las voces de la reconciliación, Hernán Larraín y Ricardo Núñez editores-Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), Santiago 2013