Cuántas imágenes quedan grabadas en los ojos y en el corazón después de este extraordinario viaje brasileño. La última es en el avión, el 28 a la noche, de pie, contestando las preguntas que le hacíamos los periodistas durante una hora y media, sin apoyar en ningún momento la espalda contra la pared, ni siquiera cuando el avión se sacudía. Después de una jornada en la que celebró misa para una multitud de tres millones de jóvenes por la mañana y mantuvo tres encuentros con otros tantos discursos por la tarde, sin contar los desplazamientos en el jeep blanco, con gente que le demuestra su afecto arrojándole todo tipo de objetos, desde bufandas y muñecos de peluche hasta remeras y shorts. Y todos esos rostros que desfilan y desea encontrar aunque sea un instante con una mirada, un gesto, una bendición o una broma; el auto que se detiene, él besa niños y vuelve a partir, lentamente. ¿Cuántas manos habrá estrechado en estos siete días? Es imposible llevar la cuenta, miles cada día.
“No sé si habrá conferencia de prensa en el vuelo de regreso”, había comentado el padre Lombardi antes de partir. “Estamos todos exhaustos, él y nosotros, después de siete días tan intensos”. Efectivamente, los periodistas éramos zombies, desplomados en los asientos del avión. En cambio Francisco parecía que estaba empezando el día. Lúcido, alegre. En ningún momento retórico.
¿De dónde saca tanta energía, un hombre de casi 77 años? Es la primera pregunta que uno se hace, simplemente desde el punto de vista humano. Los teólogos dicen que es “la gracia de estado”. Dios provee las fuerzas necesarias para el rol que le ha asignado. Como si fuera un expendedor automático, marcando el número de la función que uno cumple, él proporciona las fuerzas que hacen falta. Sin duda, algo de eso debe haber. Pero hay un “estado de gracia” que tiene canales menos mecánicos aunque misteriosamente eficaces. No es solo una cuestión física. La fuerza que comunica Francisco es la paz que lleva dentro. Algo que tiene que ver con su personalísima relación con el Padre Eterno. El diría: un “ser mirado” por la ternura de Jesús, antes que un “mirar”. Quienes lo conocen, saben que allí radica el secreto.
Han dicho que es un Wojtyla de izquierda. El mismo carisma mediático, gran comunicador, con más colorido de pobreza. Otros dicen que sus contenidos son los mismos que los de Ratzinger, pero con una fuerza multiplicada por mil. Sin duda hay algo cierto en las dos lecturas. Pero cada vez más, y no es una crítica a sus valiosos predecesores, se pone de manifiesto la originalidad absoluta de su pontificado. ¿En qué consiste? Yo creo que en ser un papa de los que están lejos. El buen pastor de las noventinueve ovejas que salieron del corral. Así será recordado. Sus interlocutores no son las ideologías hostiles del Novecientos: el marxismo ateo o el liberalismo relativista. Son las personas de carne y hueso que se sienten lejos de la Iglesia.
No hay gesto o palabra de Francisco que no tenga este horizonte, este corazón misionero. Desde la elección de un vehículo utilitario, el Fiat Idea, como nuevo automóvil almirante del parque automotor del Papa, hasta el lenguaje de la misericordia con los gay y los divorciados vueltos a casar. Quiere dar testimonio de Jesucristo a todos, no solo a los católicos militantes. Como san Pablo, el apóstol ad gentes, que se ponía en el lugar de los gentiles y consideraba injusto colocar sobre sus hombros cargas inútiles, como la circuncisión. O como los primeros jesuitas, que apenas se reunieron en una Compañía de amigos, se dispersaron, afrontando peligros y circunstancias adversas, para anunciar el evangelio más allá de las últimas periferias del mundo cristiano: China y Japón, Matteo Ricci y la epopeya de las reducciones Guaraníticas. Convirtiéndose en mandarines entre los mandarines o en defensores de los indios contra los cruentos excesos colonialistas de las monarquías masónicas europeas. “Soy un jesuita, y pienso como un jesuita…”.
Si en Brasil Francisco prácticamente no habló de ética sexual, de aborto o de matrimonio homosexual, no es porque disiente con el magisterio tradicional. “Soy un hijo de la Iglesia, y todos conocen la posición de la Iglesia en estos temas”, le contestó a quien lo acusaba de ser reticente. Pero no es reticencia, es el espíritu del misionero que sabe que no puede partir de los “no” de la Iglesia si quiere acercar nuevas almas a Dios. “El camino de Dios es el de la atracción, la fascinación”, predicó en la catedral de Rio, “Sólo la belleza de Dios puede atraer”. Y para atraer a los que están lejos, tampoco se puede partir de los sacramentos y de la liturgia, que son importantes, esenciales, para el que ya es cristiano. En efecto, Francisco mantuvo las innovaciones y correcciones que introdujo Benedicto XVI en las JMJ: la confesión personal de algunos jóvenes y la adoración eucarística como momento culminante de la Vigilia del sábado a la noche. Pero hay algo que viene antes, incluso que los sacramentos y que las formas litúrgicas. Francisco lo llama “el estupor de un encuentro”. Algo que nos primerea, para usar uno de sus neologismos.
El manifiesto de su Iglesia para los que están lejos lo entregó a los obispos brasileños, el sábado 27 de julio. Fue el discurso más personal y meditado de todos los que pronunció. Casi una encíclica, programático.
“Hoy hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno…”.
Una Iglesia que sea capaz de “inflamar los corazones”. Comprensiva y comprensible. Por eso llama a los obispos a volver, incluso en la predicación, a la “gramática de la simplicidad”. Y esta es una de las revoluciones de Francisco. Sus palabras llegan directamente a la gente, no necesitan exégetas ni intérpretes, ni apologistas más papistas que el Papa. Llegan con el contenido más simple pero en el fondo más esencial, como un reflejo, como un eco de las bienaventuranzas del Evangelio. “Dios no se cansa nunca de perdonar…”.
Es lo mismo, en el fondo, que ocurría en Palestina hace dos mil años. La multitud apenas escuchaba las palabras de Jesús. Don Giussani decía que “lo miraban hablar”. Las palabras y el rostro, el tono y los gestos. Todo era una sola cosa que los fascinaba. Una presencia fuera de lo común, una correspondencia inesperada con los deseos más profundos. La misma experiencia que hoy percibimos los periodistas en la multitud que escucha una homilía o un discurso del Papa Francisco. Lo miran hablar. E incluso ellos, los que están más lejos, se encuentran con algo tan humano que es humanamente inexplicable.
Traducción al español de Inés M. Giménez Pecci
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