No hay rincón de América Latina, no hay nación o región, desde la frontera con Estados Unidos hasta Tierra del Fuego, desde los Andes hasta el Amazonas, que no sea devoto de alguna Virgen de características únicas y peculiares. Se necesitarían páginas y páginas para nombrarlas a todas, junto con el infaltable prodigio al que va unida la presencia de la Madre de Dios en un determinado lugar. Comenzando por la Virgen de Guadalupe, la Morenita, la Virgen por excelencia, patrona de México y del continente latinoamericano, el prototipo de todas las Vírgenes invocadas por la Iglesia y veneradas por el pueblo católico de estas latitudes. Un pueblo que las estadísticas más recientes calculan en 400 millones, la mitad del total de los católicos de todo el mundo. No cabe duda de que el Misterio creador ha desplegado su imaginación para manifestar la esencia misma de los dogmas católicos de cien maneras diferentes. Si la Virgen nacional de los panameños, Nuestra Señora de las Mercedes, sobrevive al saqueo y al incendio provocado en la ciudad por el pirata Morgan, la de Nicaragua, Nuestra Señora de la Concepción, la “Purísima” para el pueblo, llega al país centroamericano en el equipaje de un fraile pariente de Santa Teresa de Jesús; la Virgen de la Presentación del Quinche protege a unos indios de Ecuador de ser devorados por un oso salvaje que aterrorizaba la zona, mientras que a la popularísima Virgen cubana de la Caridad del Cobre, se le suma otra, llamada del Exilio, que antes de llegar a su destino final en tierra estadounidense, se detuvo en la embajada de Italia en La Habana.
Son innumerables las Vírgenes que eligieron ellas mismas el lugar donde el pueblo debía honrarlas, haciendo que las encontraran en un determinado paraje, resistiéndose a los traslados muchas veces dispuestos por las autoridades religiosas, quedando firmemente enclavadas como una roca en una cierta ubicación o regresando obstinadamente al lugar elegido cuando las habían llevado a kilómetros de distancia.
El indígena, el hombre del pueblo, el desamparado, es quien recibe los favores en todas las manifestaciones de la Virgen en tierra latinoamericana, y puede ser un campesino, un pobre pescador, un peón o el famoso Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indio de la estirpe náhualtl, arquetipo de todos los humildes y postergados del continente. Los hechos prodigiosos que hicieron famosa a la Virgen de Luján, patrona de la Argentina del Papa Francisco, ocurrieron en presencia de un esclavo afro-brasileño, mientras que la Virgen boliviana de inconfundibles rasgos indígenas, conocida como Nuestra Señora de la Candelaria de Copacabana, fue tallada por un inca de orígenes muy pobres. A la famosa Aparecida que el Papa tuvo en sus brazos, la “pescaron” tres sencillos pescadores en el río Paraiba; la Señora de Suyapa, patrona de Honduras, se hizo encontrar por un joven y humilde campesino.
¿Cómo no advertir que las Vírgenes latinoamericanas unen a los separados, reconcilian a los contrincantes, acercan a los que están lejos? Y si la Virgen de Guadalupe es la principal artífice de este proyecto integrador, no menos popular es la venezolana Virgen de Coromoto, o la salvadoreña Virgen de la Paz, que puso fin a una larga y cruenta guerra fraticida. La famosa Virgen de Caacupé, del Paraguay, salva a un indio converso de la persecución de los nativos mbayaes; la de Costa Rica, Nuestra Señora de los Ángeles, supera la recalcitrante y arraigada separación entre blancos, indios y mestizos en la región del istmo. Y al mismo tiempo que reconcilian, las Vírgenes del Nuevo Mundo fundan, fundiendo en una nueva síntesis, más humana, a individuos, pueblos y naciones.
¡Cuántas Vírgenes latinoamericanas flamearon en los estandartes de los ejércitos de la independencia! ¡Cuántas dieron el nombre a batallones, guarniciones y ciudades fundadas al paso de los libertadores! ¡Cuántas batallas fueron confiadas a la protección de la Madre de Dios! Los próceres de la independencia guatemalteca quisieron que fuera la patrona de la naciente república; los 33 patriotas del Uruguay, cuando desembarcaron en las playas orientales para dar comienzo a la gesta emancipadora, acudieron primero al templo de la Virgen del lugar para encomendarle el éxito de la empresa, y después de lograrlo volvieron para erigir el santuario de la Virgen de los Treinta y Tres. María de Altagracia tiene los colores de la bandera de la República Dominicana; la Virgen de las Mercedes, en Perú, ostenta, entre otros muchos títulos, el de “Gran Mariscala” y el General San Martín en persona colocó el bastón de mando en la mano derecha de la Virgen del Carmen, proclamándola patrona del Ejército de los Andes.
El recuerdo estereotipado de las batallas de la independencia, tan celebradas en los países de América Latina, no son ejemplos de belicismo sino la memoria de momentos fundacionales de la historia, en los que algunos hombres dieron la vida por la libertad de otros muchos, invocando a la Virgen para poder triunfar en la difícil empresa. En el origen de la construcción de cada estado latinoamericano hay una épica, y ello implica un sacrificio, dar la vida por otros, que es la esencia de la amistad y del pueblo que de él surgen/nacen. Cuando no hay sacrificio, no puede haber solidez en la existencia de una sociedad ni inteligencia para construir un desarrollo tendencialmente justo; y la oscuridad de la antropología moderna para definir el sacrificio es un síntoma muy claro de la crisis de las democracias modernas.
Las Vírgenes latinoamericanas son casi siempre dolorosas, por su aspecto o por su nombre. Participan de la condición sufriente de los pueblos que protegen, y precisamente por eso los pueblos sienten que ellas comparten su propia condición de precariedad en esta tierra. Son Vírgenes-madres, infinitamente madres, completamente madres, que se comportan como tales -“¿Ustedes creen que una madre puede abandonar a sus hijos?” (Papa Francisco en Brasil) – y como tales las siente el pueblo de hijos que las honran cantando. Todas, casi sin excepción, tienen en su brazos al Hijo de Dios; lo muestran, lo tienden tiernamente hacia el pueblo, para que el pueblo crea en Él. Ante todo, las Vírgenes de América Latina expresan la cercanía, al hombre atormentado, de un poder definitivamente ecuánime, redentor y capaz de una justicia verdadera en este mundo y en el más allá. Lo expresan hasta en los rasgos de su rostro.
El rostro de las Vírgenes más famosas –valga por todas la de Guadalupe- es ovalado, de ojos levemente rasgados, de piel oscura o mate, como los nativos, con rasgos mestizos o decididamente indígenas, de cabello negro. La familiaridad de María con Cristo representa el momento de contacto entre el hombre pecador y el destino feliz de la humanidad, la introducción más inmediata en el Misterio creador del universo y en el sentido de la vida, el punto de mayor cercanía con el Misterio inaccesible que sin embargo renueva el mundo, puente y camino al mismo tiempo para llegar a la meta de un recorrido, donde el premio es el consuelo total, el descanso de las fatigas y la paz.
Traducción al español de Inés M. Giménez Pecci
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